Después de la pertinente explicación, los niños ayudados siempre por la monitora, que guiaba el martillo en manos de los pequeños, procedieron a romper en trozos su ladrillo, para poder restaurarlo después, de acuerdo a las instrucciones de Ana. Para amortiguar los ruidos y que no se desperdigaran trozos nos ayudamos de una manta. Primero empezamos a romper los ladrillos dentro del recinto, para a continuación, salirnos a la calle, no fuera a ser que rompiéramos el suelo. Toda precaución siempre es poca. Una vez roto el ladrillo, la monitora siempre nos quitaba algún pedacito, para añadir un pelín más de dificultad a la restauración del mismo.
A continuación, teníamos que recomponer los trozos del ladrillo y pegarlos con pegamento y con cinta carrocera. Siempre nos faltaba algún trocito, que es el que íbamos a rellenar con escayola, para su restauración. Los papás ayudaban a sus pequeños a recomponer este particular puzzle o rompecabezas de trozos de ladrillo, que habían sido desordenados a posta por la monitora, para añadir más complejidad a la tarea.
Una vez completado el rompecabezas de trozos de ladrillo, se procedía a amasar con el rodillo plastilina blanca y se ponía por debajo y lateral de los huecos libres, para contener la escayola vertida y que no hubiera fugas de la misma. Los niños llenaron un vaso de plástico blanco con agua del grifo, le echaron polvos de escayola y con un palito iban moviendo hasta obtener una masa homogénea, con la que rellenar todos los trocitos del ladrillo roto, hasta cubrir por completo, todos los huecos.
Ahora había que esperar a que se secara, quitar la cinta carrocera y la plastilina y proceder a una de las técnicas de restauración explicadas por Ana: el puntillismo, que consistía en impregnar un cepillo de dientes con pintura del color del ladrillo y de arriba a abajo mover el dedo, para proyectar puntitos en el ladrillo y que de lejos se aprecie su restauración. Luego habría que tallar los pegotes de escayola, pero esa parte, nos la saltamos, porque esa tarea corresponde a los profesionales de la restauración. Para hacernos una idea de cómo es este oficio, yo creo que fue suficiente la experiencia. También nos habló de otra técnica, que se llama regatino. Mientras espérabamos a que se secara, hicimos otra mezcla de agua con escayola y la vertimos en un plato de plástico, para que los pequeños hicieran su huella de mano. Luego nos dieron otro plato con cuatro colores de pintura de dedos: amarillo, rojo, blanco y marrón y utilizamos ese mismo plato, de improvisada paleta de colores. Después de seca la huella, procedimos a pintarla con un pincel fino y el resultado fue espectacular, sin duda, un bonito recuerdo para adornar la repisa de nuestra chimenea.
La experiencia resultó ser muy grata y recomendable y aprendimos mucho. Una jornada de convivencia estupenda que sin duda, ayuda a acercar a padres e hijos y aprender más de ellos, con sus preguntas y acciones. Los 5 euros que nos costó la actividad estuvieron muy bien invertidos. Ocupamos nuestra mañana de sábado, de 10 a 14 horas, con una actividad de calidad, que dio más sentido a nuestro tiempo de calidad con hijos.
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